31/3/11

El patriota


Diez años atrás había abandonado su país en busca de un futuro. Tal y como se masticaba entonces el presente, el futuro sólo deparaba las calles como hogar. Era triste ver cómo su propia tierra nada le ofrecía y la sentía ya más ajena a cada instante. Hacía ya tiempo que había aceptado que lo más parecido a un sentimiento patriótico que albergaba pertenecía al retrato que de su país habían hecho las novelas leídas en su juventud. No se sentía perteneciente a esa nacionalidad que conformaban sus compatriotas. Tampoco era entonces un apátrida porque todavía no había abandonado su tierra natal. El camino que había seguido para huir de allí ya no lo recordaba, sus pasos se habían difuminado bajo la arena y no podía o no quería desenterrarlos. Cuando se marchó casi odiaba a su país, ahora casi lo había olvidado. Sólo sabía que habían pasado diez años sin que aquella tierra nada le exigiera, aquella tierra que tanto exigía y que nada daba sin su previo pago, aquella tierra a la que la mitad de su población quería y la otra mitad odiaba, y de los que él odiaba a la mitad y soportaba a la otra mitad.

Ahora el país se hundía y volvía a exigirle pero él no estaba dispuesto a darle nada. Sólo la nacionalidad impresa en su pasaporte los vinculaba ya, y aquel era un error fácilmente subsanable. Un poco de papeleo y ya sólo su lengua lo identificaría.

20/3/11

Viaje al Oeste (13) Citas

Un solo pensamiento es capaz de alterar las decisiones del Cielo.

Viaje al Oeste



Un solo pensamiento llena la inmensidad.

WILLIAM BLAKE, El matrimonio del cielo y el infierno

3/3/11

Viaje al Oeste (12)


En su camino hacia el oeste, Tripitaka y sus discípulos atraviesan un reino compuesto únicamente por mujeres, y su reina quedará prendada del monje, por lo que organizará de inmediato su boda con él. Tripitaka accederá con la intención de escapar antes de que se consume el matrimonio y no perder así ni una gota de su Yang. Todo este plan es urdido para poder salir del trance sin derramar la sangre de las muchachas del reino que, a fin de cuentas, son humanas y no demonios. Sin embargo, cuando se disponen a escapar, el monje cae en las manos de un demonio que pretende acostarse con él para robarle su Yang y convertirse así en inmortal, y al que el Rey Mono no tendrá inconveniente en matar para liberar a su maestro. Tras todo esto, Tripitaka bebe de las aguas de un río que tienen la propiedad de embarazar a quien las toma, por lo que queda en estado. Para acabar con su embarazo debe beber el agua de un estanque, único remedio capaz de provocar el aborto, pero un monstruo lo protege y no está dispuesto a permitir que se lleven tan preciado líquido.

Ante tan sorprendente historia para los tiempos que corren, sólo se me ocurre recapacitar sobre una serie de cosas. La primera es el abierto desprecio que el budismo (esa religión tan adorada por tanto iletrado que al mismo tiempo desprecia el cristianismo, cuyos principios me parecen infinitamente más dignos) hace del sexo femenino. No hace falta ningún estudio en profundidad para entender que el tan preciado Yang que proporciona virtud y que hay que atesorar a toda costa no es otra cosa que el esperma. Las mujeres no sólo son despojadas de toda virtud por carecer de él, sino que son degradadas aún más al ser ellas las no lo arrebatan, alejándonos de este modo de la perfección.

Dejando a un lado estas consideraciones místico-religiosas, pasemos a lo moral y cultural, que es lo que me interesa. Resulta (o me lo resulta a mí) sorprendente cómo coexisten en la misma historia una visión tan tradicional del amor y el sexo (tradicional para los católicos, al menos) y otra tan “progresista” del tratamiento de las consecuencias de este último. Mientras que lo que prima en el tiempo que Tripitaka pasa entre las mujeres es el amor que la reina siente por él, con el sexo como consecuencia lógica de ese amor, cuando es raptado por el monstruo, lo único que este último busca es sexo, quedando así convertido en un acto vil y reprobable (propio de monstruos), al ser despojado de su irrenunciable compañero. Pero no es esto tan cristiano como puede parecer, pues a pesar de ser presentadas ambas cosas como partes de un todo en el que el sexo no puede existir sin el amor (aunque sí el amor sin el sexo), al menos no sin mancillarse, ese sexo no da jamás indicaciones de estar dirigido a la procreación, sino que se presenta como un fin en sí mismo, lo cual resulta lógico si tenemos en cuenta que nos movemos en un ámbito en el que todo destino está escrito de antemano y dominado por la rueda de las reencarnaciones.

Quizá esta última afirmación que acabo de hacer pueda explicar por qué no se da mayor importancia a un acto como el aborto, que es enfocado con enorme naturalidad, sobre todo si tenemos en cuenta que quien pretende abortar es un monje sin tacha que lleva dedicado a la virtud durante diez reencarnaciones seguidas y que siempre actúa para seguir los designios de Buda y del bien supremo. Pero no es sólo la lógica tranquila con la que se trata el aborto lo que sorprende, sino el dilema que supone la historia en su conjunto. Como recuerdan, el monje Tang bebe de las aguas del Arroyo de la Fertilidad sin saber a qué se está exponiendo, por lo que queda embarazado “por accidente”. Y ese “accidente”, de haber llegado a término, podría haber acabado con su misión en la vida: recoger las escrituras de la mano de Buda. Es cierto que nosotros no tenemos misiones tan grandilocuentes, pero quién más, quién menos, quiere llevar a algún término su propia vida. Así que ¿es esa la justificación necesaria para tal acción? En realidad, en estas circunstancias el aborto no supone un gran problema, sólo el leve retraso de la colocación de ese espíritu en la rueda de las reencarnaciones (no olvidemos que los abortistas Tripitaka y sus discípulos son aquí los representantes del bien, mientras que es nada menos que un demonio quien quiere impedir el aborto), pero resulta agradable ver en estas tres historias tan antiguas una gradación ilustrativa de las prioridades vitales, que pueden ser razonadas cada vez y puestas en su lugar, y no el inamovible concepto de bueno y malo al que la moral católica nos tiene acostumbrados y acorde al cual hay que organizar todo discurso.