28/2/11

Citas


-A mí me da la impresión de que en este mundo la gente se mata trabajando -tercié-. ¿Me equivoco?

-No es más que trabajo -explicó Nagasawa llanamente-. El esfuerzo del que hablo es algo que se hace por propia iniciativa, con un propósito determinado.

26/2/11

Crónicas asiáticas (4) Jiaozi y Mahjong


Tras haber dormido toda la noche y haber recuperado (es un decir) el ciclo día noche, me tocaba enfrentarme a una prueba de fuego. Había dormido hasta la una, con lo que creía haberme librado de la hora de la comida de ese día, que había sido hacía ya una hora, pero nada más lejos de la realidad. El desayuno del día anterior en un restaurante de carretera me había infundido cierto temor hacia la comida china: había allí demasiadas cosas imposibles de identificar por mis conocimientos enciclopédicos, y otras, identificables, resultaban demasiado raras para lo que se suponía que era un desayuno. Lo más normal para lo que correspondería a aquella comida en “mi mundo”, unos huevos duros. Entre los platos identificables, sopas de diversa índole, el tofu con peor aspecto que había visto nunca, soja germinada, noodles, verduras, algas...nada parecido a un desayuno, y menos a esas trasnochadas dos de la madrugada que transcurrían con un furioso sol sobre nuestras cabezas en mi todavía dislocado horario. Entre las comidas irreconocibles se contaban algunos alimentos que después he descubierto en qué consistían: unos conos amarillos y de una espantosa sequedad (sí, los probé, aún no sé por qué) que estaban hechos de maís, un baozi que yo confundía con jiaozi en mi sonambulismo y que prefiero seguir sin saber de qué verdura o alga estaban rellenos... En realidad los desayunos chinos no se distinguen en gran cosa de cualquier otra comida, no tiene nada de raro desayunar arroz, carne o pescado, pero la voz de alarma fue falsa, pues aquel lugar era en realidad nefasto, incluso comparado con los restaurantes de más bajo nivel en los que he estado después o los puestos de comida de la calle (los hay a montones).

Lo cierto es que aquel día teníamos que comer en casa de la abuela de mi novia, nos estaban esperando, éramos los invitados, así que nos duchamos rápido y fuimos para allá, aunque no logramos llegar antes de las dos, una hora excesivamente tardía para la comida. Además, si bien ahora ya sabía cuándo debía dormir y cuándo permanecer despierto, mi estómago aún no había aprendido cuándo debía comer y yo no tenía nada de hambre. Pero alguien le había dicho a la abuela que me gustaba el jiaozi y ella había preparado muchísimo, así que tenía que comer.

La comida se componía de seis platos (algo bastante moderado en comparación con lo que ha venido después). Aparte del consabido jiaozi, había tiras de tofu seco con algas, patas de cerdo, carne de cerdo, costillas de cerdo (créanme si les digo que el cerdo es la comida más extendida aquí y que se le saca aún más provecho que en España) y pepino con algas. Es costumbre ofrecer agua caliente, sobre todo porque beber agua directamente del grifo en China es exponerse a demasiadas cosas, así que la hierven primero. Como no es que me entusiasme beber agua caliente me decanté por una cerveza (de las que ya hablaremos en otro momento).

Tras la comida llegó el momento del mahjong. Yo quería aprender a jugar y decidieron enseñarme en lo que fue una auténtica encerrona. Tres jugadoras “profesionales” de las que yo no entendía ni una palabra me iniciaron en los misterios de aquellas piezas (sólo me iniciaron, pues no he vuelto a jugar desde entonces, y es como un juego de cartas, que a mí no me entusiasman). Ellas parecía que querían seguir jugando para siempre y yo no veía el momento de dejar de hacerlo. También me gustaría aprender a jugar al ajedrez chino, pero después de esto no sé si preguntar. A fin de cuentas parece que salvé el día (comí, aunque me costó) en que me tocaba ser el invitado de honor de una gente con la que no podía conversar, a pesar del empeño que todos ponían en hablarme.

20/2/11

El sombrero de copa


El otro día sin duda metí la pata con un compañero de trabajo. Cuando yo llegaba, él se marchaba, y lo hacía con un llamativo sombrero de copa sobre su cabeza.

-¿A dónde vas disfrazado?

-¿Perdón?

-Eh... no... nada... que si sueles llevar sombrero...

-Yo siempre.

Fue algo más o menos así. Y lo que en principio me pareció una extravagancia lo empecé a ver, pasados unos minutos, como algo más bien normal. Yo mismo aborrezco en ocasiones la tan pretenciosa como descuidada moda actual, y me descubro a mí mismo con miradas de admiración ante los estilizados trajes que los caballeros portan en las películas de los años 50 ó 60. Nos nos creeríamos, por ejemplo, al ladrón de Atraco perfecto, si Sterling Hayden no llevara ese alargadísimo traje probablemente marrón o de algún color parduzco, acompañado de su sombrero y de su finísima corbata. Claro, que entre eso y un sombrero de copa más propio de Dorian Gray dista un trecho. Aunque su caso y el mío forman parte de la misma nostalgia por modas pasadas, más dignas que la actual.

Más tarde me di cuenta de que la nota discordante no la ponía el sombrero, sino el resto de la indumentaria. Hay prendas de vestir que exigen que todo lo demás (en ocasiones incluso las mismas calles por las que transitamos) se acomode a ellas, y el sombrero de copa se incluye en este grupo. Tan característico cubrecabezas impone un impecable pantalón de traje, una levita o abrigo largo de chaqueta y la desaparición de cualquier corbata, al menos las actuales. Por no mencionar que tal figura sólo sería creíble saliendo por la puerta de un edificio bicentenario. En cambio la mezcla con unos pantalones vaqueros cualesquiera y esas tan anchas chaquetas de corte americano, muy gruesa tela y tan pródigas en bolsillos que parecen promocionar marcas como U o Desigual, hacen que la apariencia de quien luce este tocado se acerque más a la de Mr. Hyde que a la del caballero inglés que debería ser el Dr. Jeckyll, destruyendo de ese modo la imagen de moda clásica, y dando campo libre a una batalla entre los distintos elementos de la indumentaria, irreconciliables entre sí, que acaba por producir la misma sensación de dejadez que la moda actual, sensación de la que en un principio parecía querer escaparse. Y tal huida queda frustrada porque, a fin de cuentas, somos hijos de nuestro tiempo y bien difícil resulta escapar de eso.

14/2/11

Colón contra la iglesia


Voy a ser breve porque incluso yo me canso de quejarme de la iglesia católica y los ayuntamiento y gobierno de Madrid. El domingo, día dos de enero, pasaba yo a las siete de la mañana, más o menos, por la Plaza de Colón para ir a trabajar cuando, bajando por la calle Génova, descubrí aquello totalmente vallado y sin abertura ninguna para que la gente de bien pudiera cruzarla, mostrando un desprecio total y absoluto por aquellos de nosotros a los que bien poco nos importaba el anual baño de multitudes que ahí suele darse el señor Rouco Varela para sentirse más poderoso e importante. Supongo que, tal y como comenté hace dos años, éste también habrá habido unas cuantas sesiones de altavoces atronadores durante los preparativos, aunque, miren, me los he perdido, mis tímpanos han sufrido menos. Vaya por delante que entiendo que toda religión debe llevar a cabo una manifestación pública de la fe, en contra de lo que quieran defender algunos modernos progresistas tolerantes europeizados, pues uno de sus principios es el proselitismo, que los católicos llaman apostolado y no sé cómo denominan el resto de religiones. Lo que no entiendo tanto es 1) por qué esa manifestación pública debe hacerse molestando sistemáticamente a los conciudadanos, con una casi irrenunciable contaminación acústica y cortando las principales arterias de las ciudades para colapsar de esa manera el tráfico (cualquiera diría que Madrid no dispone de grandes explanadas para celebrar esa misa sin necesidad de cortar las grandes avenidas); 2) por qué debemos ser nosotros los que paguemos los caprichos megalómanos de la iglesia católica, tanto de manera indirecta, con todo el despliegue de medios públicos para la seguridad del evento, como directa, a través de la declaración de la renta (que quiten de una vez la casilla de la iglesia católica o que pongan otra para los musulmanes, otra para los budistas, otra para los adoradoradores del diablo y otra para quien haga falta); y 3) por qué esta manera de tomar las calles les parece tan perfecta a los mismos que pondrían el grito en el cielo (no me negarán que la expresión viene que ni pintada) si otra fe pretendiera llevar a cabo las mismas prácticas.

Pues eso, que al final tuve que saltar las vallas para cruzar la dichosa plaza, bajo la reprochadora mirada de los fans que a esa hora ya habían cogido sitio para el concierto (viendo el tamaño de los altavoces debía de tocar U2, por lo menos) y el temor de que la policía me fichara por violar el cordón de seguridad. Y es que, para los que no vivan en esta ciudad, aquí se acostumbra a cerrarles el paso a los peatones sin abrirles jamás otro camino alternativo.