26/2/11

Crónicas asiáticas (4) Jiaozi y Mahjong


Tras haber dormido toda la noche y haber recuperado (es un decir) el ciclo día noche, me tocaba enfrentarme a una prueba de fuego. Había dormido hasta la una, con lo que creía haberme librado de la hora de la comida de ese día, que había sido hacía ya una hora, pero nada más lejos de la realidad. El desayuno del día anterior en un restaurante de carretera me había infundido cierto temor hacia la comida china: había allí demasiadas cosas imposibles de identificar por mis conocimientos enciclopédicos, y otras, identificables, resultaban demasiado raras para lo que se suponía que era un desayuno. Lo más normal para lo que correspondería a aquella comida en “mi mundo”, unos huevos duros. Entre los platos identificables, sopas de diversa índole, el tofu con peor aspecto que había visto nunca, soja germinada, noodles, verduras, algas...nada parecido a un desayuno, y menos a esas trasnochadas dos de la madrugada que transcurrían con un furioso sol sobre nuestras cabezas en mi todavía dislocado horario. Entre las comidas irreconocibles se contaban algunos alimentos que después he descubierto en qué consistían: unos conos amarillos y de una espantosa sequedad (sí, los probé, aún no sé por qué) que estaban hechos de maís, un baozi que yo confundía con jiaozi en mi sonambulismo y que prefiero seguir sin saber de qué verdura o alga estaban rellenos... En realidad los desayunos chinos no se distinguen en gran cosa de cualquier otra comida, no tiene nada de raro desayunar arroz, carne o pescado, pero la voz de alarma fue falsa, pues aquel lugar era en realidad nefasto, incluso comparado con los restaurantes de más bajo nivel en los que he estado después o los puestos de comida de la calle (los hay a montones).

Lo cierto es que aquel día teníamos que comer en casa de la abuela de mi novia, nos estaban esperando, éramos los invitados, así que nos duchamos rápido y fuimos para allá, aunque no logramos llegar antes de las dos, una hora excesivamente tardía para la comida. Además, si bien ahora ya sabía cuándo debía dormir y cuándo permanecer despierto, mi estómago aún no había aprendido cuándo debía comer y yo no tenía nada de hambre. Pero alguien le había dicho a la abuela que me gustaba el jiaozi y ella había preparado muchísimo, así que tenía que comer.

La comida se componía de seis platos (algo bastante moderado en comparación con lo que ha venido después). Aparte del consabido jiaozi, había tiras de tofu seco con algas, patas de cerdo, carne de cerdo, costillas de cerdo (créanme si les digo que el cerdo es la comida más extendida aquí y que se le saca aún más provecho que en España) y pepino con algas. Es costumbre ofrecer agua caliente, sobre todo porque beber agua directamente del grifo en China es exponerse a demasiadas cosas, así que la hierven primero. Como no es que me entusiasme beber agua caliente me decanté por una cerveza (de las que ya hablaremos en otro momento).

Tras la comida llegó el momento del mahjong. Yo quería aprender a jugar y decidieron enseñarme en lo que fue una auténtica encerrona. Tres jugadoras “profesionales” de las que yo no entendía ni una palabra me iniciaron en los misterios de aquellas piezas (sólo me iniciaron, pues no he vuelto a jugar desde entonces, y es como un juego de cartas, que a mí no me entusiasman). Ellas parecía que querían seguir jugando para siempre y yo no veía el momento de dejar de hacerlo. También me gustaría aprender a jugar al ajedrez chino, pero después de esto no sé si preguntar. A fin de cuentas parece que salvé el día (comí, aunque me costó) en que me tocaba ser el invitado de honor de una gente con la que no podía conversar, a pesar del empeño que todos ponían en hablarme.

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