
Diez años atrás había abandonado su país en busca de un futuro. Tal y como se masticaba entonces el presente, el futuro sólo deparaba las calles como hogar. Era triste ver cómo su propia tierra nada le ofrecía y la sentía ya más ajena a cada instante. Hacía ya tiempo que había aceptado que lo más parecido a un sentimiento patriótico que albergaba pertenecía al retrato que de su país habían hecho las novelas leídas en su juventud. No se sentía perteneciente a esa nacionalidad que conformaban sus compatriotas. Tampoco era entonces un apátrida porque todavía no había abandonado su tierra natal. El camino que había seguido para huir de allí ya no lo recordaba, sus pasos se habían difuminado bajo la arena y no podía o no quería desenterrarlos. Cuando se marchó casi odiaba a su país, ahora casi lo había olvidado. Sólo sabía que habían pasado diez años sin que aquella tierra nada le exigiera, aquella tierra que tanto exigía y que nada daba sin su previo pago, aquella tierra a la que la mitad de su población quería y la otra mitad odiaba, y de los que él odiaba a la mitad y soportaba a la otra mitad.
Ahora el país se hundía y volvía a exigirle pero él no estaba dispuesto a darle nada. Sólo la nacionalidad impresa en su pasaporte los vinculaba ya, y aquel era un error fácilmente subsanable. Un poco de papeleo y ya sólo su lengua lo identificaría.