4/11/10

Crónicas asiáticas (1) En ruta


Podría empezar diciendo que casi llegamos tarde a facturar las maletas por culpa del metro de Madrid y su deficiente servicio, pero incluso yo me aburro de criticar a la capital de España, que en tantas ocasiones desmerece de ese título de capital. De modo que saltaré al avión de las aerolíneas húngaras que me depositó en Budapest. Poca cosa hay que decir: medio sandwich seco y unas azafatas a las que era obvio que no les pagaban por sonreír (me pregunto en este punto si en algún lugar existirán esas azafatas tan simpáticas que salen en las películas). En el aeropuerto de Budapest todas las cafeterías estaban a reventar, así que en cuanto vimos una mesita libre yo me abalancé sobre ella con todas las maletas y mi novia se puso a hacer cola para pedir algo de comer. Aquello estaba a rebosar de noreuropeos de edad avanzada que no sé si se iban de vacaciones o viven permanentemente en ellas, y mirándolos sin otra cosa que hacer empecé a examinar lo muy parecidos que se vuelven los unos a los otros los habitantes del norte de Europa cuando envejecen.

Tocaba subir al segundo vuelo, esta vez en un avión algo más grande que el anterior, que a fin de cuentas no pasaba de ser un autobús con alas, lo que acrecentó mis nervios. Huelga explicar por lo recién declarado que guardo cierto reparo a eso que llaman el medio de transporte más seguro que existe. Se suele achacar a quien comparte mi aversión a esos trastos con alas un miedo infundado, sin sentido, cuando lo que realmente me parece un sinsentido es precisamente no tenérselo. Vale que hay menos accidentes aéreos que de cualquier otra cosa, pero es que también hay menos tráfico aéreo que de cualquier otra cosa. Además, y esto nos pasa a todos, cuando vemos en las noticias que ha habido un accidente aéreo lo primero que pensamos es “a ver cuántos han muerto”, mientras que si el accidente es de cualquier otro tipo nuestros pensamientos son más bien del tipo “a ver si se han salvado”. Así que no creo ser tan ilógico. Por no hablar de esos vídeos sumamente tranquilizadores que te ponen al inicio del viaje en el que caen unas mascarillas de oxígeno (póngasela y respire con tranquilidad, te dicen) y te indican dónde puedes encontrar el chaleco salvavidas (???).

El caso es que cuando subimos al avión de Hainan Airlines ¡¡¡las azafatas sonreían!!! Y no sólo eso, sino que nos atendían educadamente (en chino, todo hay que decirlo), con toda la paciencia del universo. Los asientos estaban dotados de mantas para abrigarse, un pequeño cojín para acomodarse y un pequeño televisor situado tras el reposacabezas del asiento delantero, con cuatro canales de televisión (nada interesante, todo hay que decirlo) y un quinto en el que te daban información sobre el vuelo. Repito lo dicho más arriba, no tranquiliza demasiado: 33.000 pies de altura (recordando a Gila, calzando un cuarenta para arriba eso serán unos 10.000 metros), quinientas y pico millas por hora (hagan la cuenta ustedes mismos, pero creo que dan unos mil kilómetros por hora), tiempo de vuelo, tiempo que falta de vuelo y un mapita en el que se indicaba dónde estaba el avión más o menos. El momento estrella para las azafatas fue cuando subió al avión un tipo clavado a Kang-Ho Song, el protagonista de The Host. Además no era chino, así que bien podía haber sido él (aunque no creo, supongo que podrá costearse vuelos mejores). No encontraba su asiento, así que la azafata se lo tuvo que indicar mediante una discusión entablada en parte por signos, en parte por el chino de ella, en parte por el coreano de él (en realidad no sé si era coreano, pero como se parecía al actor voy a creer que sí) y en parte por cierta cosa parecida al inglés que ella hablaba en ocasiones. El caso es que la discusión se saldó con él profiriendo gritos de “xie xie, wo ai ni” (gracias, te quiero), y de nuevo “wo ai ni” otras dos veces que la enrojecida azafata pasó por al lado de su asiento.

Yo tenía entendido que la comida de los aviones era horrible y que resultaba mejor subir al vuelo bien comido, motivo por el cual habíamos pedido esos bocadillos en el aeropuerto de Budapest. Pues no. Creo que engordé, y bastante, en el avión a Pekín. Nos sirvieron para cenar una ensalada (la misma porquería verde de todos los restaurantes del universo; odio la lechuga), pollo con arroz, un trozo de algo parecido al pan (esta era la única parte mala), unas galletas, quesitos, mantequilla y no sé que más. En realidad parecía una comida para contentar a todas las partes que integraban el avión, tomando por la parte europea un menú más bien de tipo inglés y por la parte china unos platos más bien de restaurante chino. El desayuno también fue bastante mezclado: huevos revueltos con salchicha (inglés), dos platos más que podían pedirse en lugar de los huevos revueltos (chino), café o té, magdalenas y un cruasán. Aparte de las veces que pasaron ofreciendo bebidas, entre las que había cerveza y vino, lo cual me sorprendió bastante.

Luego llegó el momento en el que las azafatas intentan venderte cosas como si estuvieras en un mercadillo. Y luego dicen que los chinos no tienen pasta, pero la que yo tenía sentada a mi lado (el lado en el que no estaba mi novia, quiero decir) se dejó más de seiscientos euros en menos de cinco minutos. Que digo yo, si dispones de todo ese dinero, viaja en primera y déjate de tonterías.

Al fin el avión llegó a su destino, donde nos esperaba el comité de bienvenida. La tía de Geng (una alta funcionaria o algo así) fue a buscarnos con un coche del gobierno y un chófer, y allí estaban ella, el chófer y el padre de mi novia (sólo la expresión ya suena a peli romántica cutre), dispuestos a regalarnos con un viaje por autopista que cambiaría mi concepto de lo que se entiende por conducir.

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