11/11/10

Crónicas asiáticas (3) Nocturnidad


Al llegar a casa me encontré con los problemas que ya había previsto, aunque en aquel momento se magnificaron. No podía comunicarme en absoluto con los padres de mi novia, así que mis deseos de resultar cordial, amable y simpático se convirtieron en intenciones frustradas. La comida me resultaba extremadamente rara, cosa que a su vez agravaba el enorme sueño que tenía y mis horarios totalmente cambiados: no olvidemos que en ese momento era la hora de comer (¡¡¡las doce!!!) cuando yo debería estar plácidamente durmiendo. Además el calor era asfixiante y pegajoso, algo que me sorprendió al estar en el interior.

La parte del sueño la solucioné a medias durmiendo una siesta (o lo que fuera, pues no estaba muy seguro del horario que me tocaba en ese extraño día de 48 horas), tras la cual ya estaba más recuperado pero aún sin hambre cuando me sorprendieron con la cena a las seis de la tarde (creo que me va a costar horrores acostumbrarme a estos horarios). Después de cenar salimos a la calle, en noche cerrada (creo que eran las nueve), y fue entonces cuando comencé a ser consciente de lo que me rodeaba. Nada más salir de casa me di de bruces con una obra que continuaba en horario nocturno bajo la luz de los focos. No sé si continuarían toda la noche trabajando, hasta el amanecer, pero puedo asegurar que desde que llegué, todos los días que he salido a la calle por la noche he visto esa obra funcionando al mismo ritmo que durante el día. Fuimos al supermercado, parece que en hora punta, a las diez de la noche casi, pues estaba abarrotado a esas horas. A lo largo de todo el camino, en la acera se desplegaban tiendas improvisadas que comenzaban a montarse a la misma hora en la que nosotros salíamos de casa, la mayoría de las veces consistentes tan sólo en una cuerda colgada entre dos árboles, de la que pendían perchas con ropa. Así se extendía ante nuestros ojos todo un mercadillo nocturno que empezaba a cobrar vida de la misma manera en que más adelante descubriría que lo hacía todas las noches. Había por todas partes, en todas las calles, cuerdas entre árboles repletas de ropa como si fuera ese el fruto que daban, mantas en el suelo cubiertas por baratijas, puestos de comida entre los que sobresalían los de pinchos morunos a la brasa, asados en unos braseros alargados que parecían multiplicarse por todas partes. Resultaba todo un reto salir a la calle y caminar un largo recorrido sin caer en la tentación de comprar alguna tontería a todas luces innecesaria.

Cuando salimos también cogimos una bici. Éramos tres personas y cogimos tan sólo una bicicleta. No entendía muy bien el concepto al principio, hasta que caí en la cuenta. Aquella bicicleta, como todas en la ciudad, estaba provista de una cesta delante y una parrilla detrás, con lo que no debía mirarla como una bicicleta sino más bien como un carro de la compra, y esa era la función que iba a llevar a cabo. Podría afirmarse, de todos modos, que la bicicleta es el principal medio de transporte en Shijiazhuang. Esa noche también vi múltiples imprudencias (barbaridades, más bien) viarias, de las que creo que hablaré en conjunto más adelante, son demasiadas. El caso es que al llegar al supermercado vi allí la mayor aglomeración de bicicletas aparcadas que había visto en mi vida, aunque no era gran cosa en comparación con las que he visto después de esto.

Tras la aventura nocturna tocaba descansar, y está vez sí que recuperé los horarios (los míos, a los chinos aún me quedaba tiempo para adaptarme) y el sueño. Parece que ya volvía a ser una persona, o algo parecido.

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