7/11/10

Crónicas asiáticas (2) Autopista hacia el cielo (o casi)


Lo cierto es que el coche del gobierno resultó ser una furgoneta con una factura bastante pobre, más bien parecida a aquellos Range Robers que tanto nos entusiasmaban en los ochenta, cuando éramos críos, y que estaban repletos de aristas y tornillos con los que más valía no entrar en contacto. Al abrir la puerta lateral podían verse tres hileras de asientos sin separar las plazas (unas tres por hilera, dependiendo de lo apretados que quisiéramos ir) y nada ni lo más remotamente parecido a un cinturón de seguridad. No es que quisiera ser quisquilloso, pero teniendo en cuenta que lo que teníamos por delante era un viaje por autopista de más de trescientos kilómetros, no es que su ausencia me tranquilizara. Pregunté algo preocupado por ellos, y lo que obtuve fue un lacónico: no hacen falta. Resultaba obvio que la convicción en su innecesariedad era absoluta pues el conductor, único que tenía cinturón de seguridad junto con el copiloto (había un tercer asiento entre ambos que tampoco disponía de él), no hizo siquiera amago de abrochárselo.

Así que nos lanzamos a la autopista mientras nuestro chófer respondía a un mensaje que le había llegado al móvil. No sé cuál será la velocidad máxima para las autopistas en China ni si existirá ese concepto (cosa que dudo), pero nos lanzamos a unos ciento cuarenta kilómetros por hora de media con un trasto que yo dudaba que pasara de los cien, adelantando en zig-zag a todo aquel que osara frenarnos, usando para ello el andén de la derecha si era necesario y acomodándonos en el carril de la izquierda para circular con normalidad, mientras rebasábamos a camiones que circulaban por cualquiera de los tres carriles sin ningún empacho, usábamos cualquiera de ellos para adelantar, pasábamos entre camiones y mandábamos la distancia de seguridad a hacer gárgaras al tiempo que yo buscaba como un loco mi cinturón de seguridad o cualquier soga con la que amarrarme al asiento en su defecto.

Lo que vi en ese viaje por autopista no lo había visto nunca. Como ya he dicho, coches, un noventa por ciento de ellos con todas las lunas tintadas (incluida la delantera, aunque de un color ligeramente más suave que el resto, todo hay que decirlo), circulando por cualquier carril, usándolos todos para adelantar, incluyendo los arcenes, cruzándose unos con otros y utilizando el más mínimo hueco para pasar. Un coche parado en el carril derecho en mitad de la autopista sin ningún motivo aparente, sin luces de emergencia, ni triángulos, ni nada. Otro que se para en el cebreado de una salida, creo que para decidir si salía por ahí o no. Coches parados en los arcenes con personas bajando de ellos (recordemos que era la autopista) sin chalecos, ni precaución, ni nada que se le pareciera (abrían las puertas del lado de la carretera sin mirar y los coches que se aproximaban las esquivaban como si tal cosa). La entrada al peaje fue increíble: muchos se aproximaban por un lado de la fila y jugaban una especie de pulso con el vehículo de al lado para ver quien frenaba primero y tratar de colarse (uno de ellos éramos nosotros). Un coche que frena en el carril izquierdo, da el intermitente derecho y comienza a circular marcha atrás porque se había pasado la salida (recordemos que la salida estaba a la derecha y él en el izquierdo de tres carriles más un andén que, a fin de cuentas, también se usaba como carril). Una niebla de esas que en los dibujos animados los personajes frotan con la mano en la pantalla del televisor, formando un círculo, y acto seguido vuelve a cubrirlo todo, y a nadie circulando con las luces encendidas. Un Golf sin matrícula. Camiones llenos de sacos con la carga sin asegurar. La cabina de un trailer sobre la cabina de otro trailer, sobresaliendo unos dos metros por detrás y sin ningún tipo de señalización (y no quiero ni pensar como estaban unidos esos dos trastos). Los intermitentes... mejor no preocuparse por esas menudencias.

Al entrar a la ciudad todos esos problemas se multiplicaban por mil. Las normas de circulación parecían no existir, así que mejor no esperar que nadie tenga en cuenta ese tipo de cosas. La función de los semáforos resultaba un tanto difusa, no tengo ni idea de cuál podía ser el orden de preferencia en los cruces, si es que había alguno. Los carriles eran meramente orientativos, invadiendo el contrario en varias ocasiones para adelantar y tocando la bocina para que el que viene de frente se aparte. Bicis, motos y triciclos con motor circulaban (a cientos) generalmente por la izquierda, aunque podían aparecer por cualquier otro lado (vi a una moto que quería tomar una salida situada a su izquierda circular varios metros en dirección contraria para llegar a ella). Los peatones cruzaban la calle en una especie de juego de la liebre esquivando a los coches que se acercaban. A la policía (los de tráfico, quiero decir) esto debía parecerles lo más natural, pues lo miraban impasibles, y cuando pasó un grupo de motoristas del ejército la única diferencia fue que a ellos sí les cedían el paso los demás, aunque al mismo tiempo los que les cedían seguían en ese juego de ahora paso yo y tú me esquivas a mí que daba una impresión bastante surrealista del conjunto.

Cuando bajé de aquella furgoneta juro que estuve por besar el suelo, y lo habría hecho de no ser por cierta condición de la ciudad que ya contaré más adelante.

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